La historia en espejo

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Transgredir las mandas sociales suele causar dolores de cabeza. Eludir las reglas de la Academia también. Y el ejercicio que hoy vengo a proponerte, amable lector, consiste, precisamente, en transgredir esas mandas y eludir esas reglas. Consiste en mirar las cosas como no son todavía, en revisar el futuro posible a la luz del pasado cierto. Sin hacer ejercicios adivinatorios y sin alentar ficciones, quiero que juntos miremos desde hoy el mañana de la diáspora armenia.

Este ejercicio, que no es nuevo, ha tenido innumerables propiciadores. Desde charlatanes ignotos y oráculos de fama mal ganada hasta pensadores ilustres y estadistas talentosos, muchos ofrecieron sus profecías y sus pronósticos para bien o para mal de las gentes. Y hoy mismo te cruzas una y otra vez con pronosticadores que por la tevé o por la radio te venden un futuro venturoso si votas a su partido o te amenazan con todas las desventuras si optas por el partido de su oponente.

Mi oficio es más modesto y menos pretencioso. También es menos interesado que el de esos pronosticadores. Por eso me atrevo a decirlo aquí y ahora, cuando se recuerda otra vez el genocidio armenio. Quiero ensayar una visión del mañana sin ninguna pretensión adivinatoria, quiero sospechar qué destino le espera a estas comunidades que, masacradas y hostigadas en la tierra que las vio nacer, a principios del siglo pasado llegaron a estas costas buscando pan, paz y seguridad.

El revés del espejo

Los historiadores y otros especialistas postulan que la historia describe la realidad, y esa postulación ha alcanzado un alto nivel de consenso. Pero los hay (filósofos sobre todo) que no lo creen así, dicen que no hay más realidad que esta de aquí y ahora. Y también están los que descreen de toda realidad (quizá el obispo Berkeley sea quien levantó más alto este estandarte).

Yo no voy a embarcarme en esas naves que surcan las aguas de la filosofía, de la política o del arte según soplan los vientos. Voy a situarme en el plano ideal que divide lo que hay a ambos lados del espejo. De un lado, el genocidio de 1915-1923, las deportaciones en masa y el destierro; del otro lado, la confrontación de las culturas, la búsqueda de horizontes nuevos, a veces el recurso inevitable del olvido con la consiguiente pérdida de identidad. Los dos lados del espejo conducen al mismo resultado. Por eso digo que hoy, cuando volvemos sobre el genocidio, no podemos dejar de espiar el futuro para ver si nos depara otra pérdida que, aunque amable, le birlará millones de almas a la nación armenia.

Es que el espejo, por ser tributario del tiempo, con la memoria del antes construye el después. El espejo pone allá lo que está acá, pone abajo lo que está arriba; y el tiempo recoge la diferencia. Así es como entretejen sus versos los poetas, pero también es así como construyeron su prosperidad los japoneses de hoy y como trabajan los estadistas de la China que puja por alcanzar la modernidad. Los judíos supieron entender la alegoría del espejo, los asirios no. ¿Cuál será el caso de los armenios? ¿Sabremos sacar partido de esta treta que nos juega el tiempo y que prefigura el espejo?

Buenas migas con la realidad

Después de decir estas cosas debo reconciliarme con la realidad. Y quizá también con mi lector. Porque las alegorías precisan un tiempo, una tradición y una estética para consagrarse y ser recogidas por las gentes; y mi alegoría es nueva, no tiene edad, no conoce tradición y la he dicho así, a boca de jarro. Mi alegoría necesita amistar con la realidad.

Voy a las cosas. El genocidio que ahora estamos memorando y que es el fundamento doloroso de nuestras demandas, cobró un millón y medio de vidas armenias en los años de la Primera Guerra Mundial. Y ese mismo genocidio siguió cobrando vidas armenias durante todo el siglo XX y seguirá cobrándolas en el XXI. Con y sin sangre, la pérdida que el genocidio le causó y le sigue causando a la nación armenia es difícil de cuantificar, porque las dos terceras partes de esa nación ya se han arraigado fuera del territorio nacional y palpitan otras culturas, diferentes las unas de las otras.

Alguna vez he hablado de esto y mi propósito al repetirlo ahora no es avivar la herida ni cuantificar la pérdida. Mi propósito es poner delante del espejo la historia reciente de los armenios para que el espejo la devuelva invertida: allá lo que está acá y arriba lo que está abajo. Como hicieron los japoneses y los judíos, como lo están haciendo ahora los chinos, como no lo hicieron nunca los asirios y son un pueblo que quizá nunca se redima ni recupere su entidad política. Alguna vez dije que nuestro espejo, el de las generaciones armenias nacidas en la diáspora, atrasa, y no creo haberme equivocado. Nuestro espejo está fuera de tiempo y el legado que nos dieron los viejos tumba y retumba en nuestra conciencia como un pasado perpetuo. Debemos despertar de esa fatiga dolorosa para que las heridas no cieguen nuestro entendimiento, porque la reparación del daño ingente precisa mentes lúcidas que enderecen la demanda en la dirección correcta.

Las generaciones nuevas necesitan un resuello para recuperarse del legado de dolor que recibieron de aquellos inmigrantes desventurados. Si en un mundo hedonista como el que nos ha tocado en suerte no comprendemos esto, los nuevos nos abandonarán y elegirán las mil gratificaciones con que los tienta Occidente. Ofrezcámosles un espejo que no atrase, porque así lo quiere la historia para no desafiar al tiempo.

Creo que así, y sólo así, haremos buenas migas con la realidad y reconstruiremos una nación que, como lo decía Rupén Vartanian, Ren, ya ha dado muchos millones de sus hijos en holocausto a la humanidad.

La vejez del dios


He nombrado a Ren, lúcido constructor de utopías (la construcción de utopías requiere lucidez, de otro modo sólo podrán construirse quimeras) y pluma exquisita que leí en mi primera mocedad. Se trataba de un fabulario que ya no conservo, el título de uno de cuyos cuentos traduzco como El dios envejecido y el demonio.

Decrépito estaba el dios con la eternidad a cuestas, enfermo y adolorido porque sus súbditos, los hombres, ya no le obedecían. Y para hallar arreglo a tan aflictivo asunto consultó a los príncipes del cielo. Y finalmente encontró la manera de solucionar el gran tiberio humano: ordenó que se dispersara al pueblo del Ararat por todo el orbe para que su sangre, mezclándose con la sangre de aquellos desquiciados, renovara a la especie y así renaciera la humanidad.

Desde luego, el artista tiene licencia para transgredir el sentido común, y en este caso la transgresión roza la apostasía. Pero aún así debe aceptarse la metáfora porque denuncia el destino injusto que le tocó vivir al pueblo del Ararat. Y además porque, en mi opinión, sin quererlo aquel autor utilizó la alegoría del espejo para sublevar a su lector y así sortear el conjuro que había llevado a los armenios por los caminos de la muerte y la dispersión. ¡Destino dictado por un dios viejo y quebrado! ¿Quién no se subleva frente a tamaña iniquidad?

Y la sublevación quiere el cambio, pone allá lo que está acá y pone arriba lo que está abajo. La sublevación recoge el pasado en el crisol del presente, lo forja conforme a la necesidad y al deseo del sublevado y lo arroja hacia delante. Es el espejo de la alegoría que, amistando con el tiempo y, entonces, con la realidad, reconstruye la esperanza.

Creo que ya es tiempo de mirar hacia adelante, de dejar a los historiadores la descripción del pasado y reivindicar para nosotros, los de la diáspora, el otro trabajo, el de reconstruir la esperanza.

La conmemoración del 24 de Abril es una herramienta para sostener nuestra demanda de reconocimiento y resarcimiento, pero la edificación de un futuro promisorio para las comunidades armenias de la diáspora no debe hacerse sobre los muertos insepultos. El espejo tiene frente y envés, y no puedes, a un tiempo, mirarlo por uno y otro lado.

Texto difundido el 8 de abril de 2009 por la audición La Hora Armenia, que se emite por AM 750 Radio Del Pueblo.